“El viajar es un placer”, escucho que dice Pipo Pescador,
que canta el parlante del hijo de mi vecina. Y la verdad es que me dan ganas de
arrancarme la lengua, de abandonar por un rato el tarareo interno. La
infantería con la que cargo esa belleza de haber sido pequeño es la amenaza a
muerte del infante.
Entonces pienso: el infante es un pariente del rey por
gracia divina de su majestad. El infante es el soldado raso. Hay algo de
autodestructivo en la lengua del que nace, del que empieza a hablar. Nacer es
entrar a la batalla. Hablar es combatir la lengua.
Pero hoy no quiero nacer. No quiero que esa canción me
sugestione. Cerraría la ventana si no hiciera un calor insoportable, lo dejaría
solo en su batalla a aquel que me destruye las ganas de seguir en mi casa. Sin
embargo, estoy esguinzado. Y tengo la necesidad, sobre la que me arrastro,
sobre la que no distingo paciencia y arrebato, la necesidad mundana de comprar
un libro.
Soy de carne y hueso clasemediera. Soy un joven estudiante,
redacto a pierna suelta con un esguince en el tobillo que no me deja salir de
casa. Tengo la posibilidad de la lectura, de la escritura, de pedir cosas por
internet: de que el delivery sea un metadelivery del mundo. No solo madre me
acerca las comidas del día, también
Internet me provee de aquello que quiero. Entonces, pienso: soy un infante:
lucho por comprar la internet toda, entera, ser pariente del espacio en el que
nos abandonamos la piel enunciativa de vivir, ser el pariente del rey, de Mark
Zuckerberg. En otras palabras: quiero comprar un libro, no perder la clase,
seguir siendo bourdianamente un hombre, un estudiante joven, un freelancer de
la historia de la humanidad.
Imagino que soy una mezcla entre la épica digital de Sagrado
Sebakis y “El Sapo” Vizcarra, el personaje de Federico Levín. No sé si detesto
moverme o el esguince me lo impide. No sé si quiero salir de las cuatro paredes
de mi habitación: abandonar el privilegio de tener un cuarto propio. Entonces,
eso que imagino se me hace realidad, sigo sentado en la silla: Facebook
abierto, gmail, el Clarín, la página de la NBA, los Soprano, yahoo, google, y
ahora, sí, por fin ahora: mercadolibre. Búsqueda intensa, desesperada,
ciclotímica: la poesía completa de Lezama Lima en edición de Alianza. El amor
por la literatura: $450. Eso es todo lo demás para lo que existe Mastercard. O
esto, estas ansias mías de conseguir el libro, de comprarlo, de tenerlo.
“El viajar es un placer”, disco rayado, infante infeliz. Qué
cruda raíz la del idioma: infinitivo, infante, infeliz, infierno. Reduzco las
palabras que me emocionan a esta condición de esguinzado frente a la
computadora. Quiero comprar el libro. Y me doy cuenta de que todo el conflicto
social de clases no es para mí otra cosa que no poder contarle a un pariente
que me gusta José Lezama Lima, el neobarroco latinoamericano, el perlongherismo
antidictatorial, el Amazonas literario de mi cuarto en donde podría ser
reducido a la caza de libros furtivos por Internet.
Terrible condición la mía: ser un Levi-Strauss sin tristes
trópicos. ¿Levi-Strauss hubiera odiado a Pipo Pescador? Yo odio mi oler las
librerías a distancia, el Parque Centenario en donde tengo que ir a buscar el
libro desde la cama en donde mi pie en alto es una metáfora de lo desarzonado.
Sí, soy un caído, un ángel, un infante. Soy un soldado caído: un niño hecho
hombre, un lector con escarmientos. Soy un infante: viajo por Internet, me
reduzco a la batalla de saber si comprar con tarjeta o efectivo en el lugar.
Solamente sé que detesto viajar. Pero sin pasar de pantalla a pantalla no se
consigue nada en este mundo. Sin “navegar” la web no se es nunca
deleuzianamente moderno.
Ojalá estas olas me tapen por completo. Ojalá mi esguince
pase. Ojalá el infante muera en la batalla. Conseguiré el libro, aunque no
tenga que mover las piernas. Viajar es viajar, de todas formas. Es la condición
más humana desde que Homero narró la Odisea
para sacarse de encima la Ilíada.
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