viernes, 29 de agosto de 2014

Comprar Internet

“El viajar es un placer”, escucho que dice Pipo Pescador, que canta el parlante del hijo de mi vecina. Y la verdad es que me dan ganas de arrancarme la lengua, de abandonar por un rato el tarareo interno. La infantería con la que cargo esa belleza de haber sido pequeño es la amenaza a muerte del infante.
Entonces pienso: el infante es un pariente del rey por gracia divina de su majestad. El infante es el soldado raso. Hay algo de autodestructivo en la lengua del que nace, del que empieza a hablar. Nacer es entrar a la batalla. Hablar es combatir la lengua.
Pero hoy no quiero nacer. No quiero que esa canción me sugestione. Cerraría la ventana si no hiciera un calor insoportable, lo dejaría solo en su batalla a aquel que me destruye las ganas de seguir en mi casa. Sin embargo, estoy esguinzado. Y tengo la necesidad, sobre la que me arrastro, sobre la que no distingo paciencia y arrebato, la necesidad mundana de comprar un libro.
Soy de carne y hueso clasemediera. Soy un joven estudiante, redacto a pierna suelta con un esguince en el tobillo que no me deja salir de casa. Tengo la posibilidad de la lectura, de la escritura, de pedir cosas por internet: de que el delivery sea un metadelivery del mundo. No solo madre me acerca las comidas del  día, también Internet me provee de aquello que quiero. Entonces, pienso: soy un infante: lucho por comprar la internet toda, entera, ser pariente del espacio en el que nos abandonamos la piel enunciativa de vivir, ser el pariente del rey, de Mark Zuckerberg. En otras palabras: quiero comprar un libro, no perder la clase, seguir siendo bourdianamente un hombre, un estudiante joven, un freelancer de la historia de la humanidad.
Imagino que soy una mezcla entre la épica digital de Sagrado Sebakis y “El Sapo” Vizcarra, el personaje de Federico Levín. No sé si detesto moverme o el esguince me lo impide. No sé si quiero salir de las cuatro paredes de mi habitación: abandonar el privilegio de tener un cuarto propio. Entonces, eso que imagino se me hace realidad, sigo sentado en la silla: Facebook abierto, gmail, el Clarín, la página de la NBA, los Soprano, yahoo, google, y ahora, sí, por fin ahora: mercadolibre. Búsqueda intensa, desesperada, ciclotímica: la poesía completa de Lezama Lima en edición de Alianza. El amor por la literatura: $450. Eso es todo lo demás para lo que existe Mastercard. O esto, estas ansias mías de conseguir el libro, de comprarlo, de tenerlo.
“El viajar es un placer”, disco rayado, infante infeliz. Qué cruda raíz la del idioma: infinitivo, infante, infeliz, infierno. Reduzco las palabras que me emocionan a esta condición de esguinzado frente a la computadora. Quiero comprar el libro. Y me doy cuenta de que todo el conflicto social de clases no es para mí otra cosa que no poder contarle a un pariente que me gusta José Lezama Lima, el neobarroco latinoamericano, el perlongherismo antidictatorial, el Amazonas literario de mi cuarto en donde podría ser reducido a la caza de libros furtivos por Internet.
Terrible condición la mía: ser un Levi-Strauss sin tristes trópicos. ¿Levi-Strauss hubiera odiado a Pipo Pescador? Yo odio mi oler las librerías a distancia, el Parque Centenario en donde tengo que ir a buscar el libro desde la cama en donde mi pie en alto es una metáfora de lo desarzonado. Sí, soy un caído, un ángel, un infante. Soy un soldado caído: un niño hecho hombre, un lector con escarmientos. Soy un infante: viajo por Internet, me reduzco a la batalla de saber si comprar con tarjeta o efectivo en el lugar. Solamente sé que detesto viajar. Pero sin pasar de pantalla a pantalla no se consigue nada en este mundo. Sin “navegar” la web no se es nunca deleuzianamente moderno.

Ojalá estas olas me tapen por completo. Ojalá mi esguince pase. Ojalá el infante muera en la batalla. Conseguiré el libro, aunque no tenga que mover las piernas. Viajar es viajar, de todas formas. Es la condición más humana desde que Homero narró la Odisea para sacarse de encima la Ilíada.

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