domingo, 16 de noviembre de 2014

Comunicación



Severo Sarduy llamó a esa literatura excedida, trabajosa, ruinosa, pérfida, perversa, intuitiva, salvaje, erótica, a esa literatura Severo Sarduy la llamó "barroco". En las antípodas de Edmundo D'Ory –aunque guiado por el mismo propósito– hizo una confesión: no escribiría la historia de una época, sino las condiciones de surgimiento de algo más complicado que un período histórico. Escribiría su vida, como sobre las pieles de Sacher-Masoch, pero sin el romanticismo, sin la piel original. Una máscara sobre la nada misma. Más deleuziano. Escribiría –como había hecho Levi-Strauss ("El carácter excepcional del arte caduveo, ¿no podrá explicarse como una renuncia del hombre a ser un reflejo de la imagen divina?"), Freud, Derrida–, escribiría ese momento sospechoso de ser llamado "cultura", de ser llamado "naturaleza". De nuevo: barroco.
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Para el nombre de Severo Sarduy, Georges Bataille había usado el nombre de "gasto". Algo, a veces, como un potlatch; otras, quizás, como un sacrificio. En definidas cuentas: algo que, por excedente, fuese a la vez un lujo destruido y, por su falla, una utilidad dilapidada.
Bataille también pensaba en el erotismo, en lo perverso, en lo especulativo. Algo que se volviera contra sí mismo, que no pudiese atar, que lo atara. En otras palabras, algo como la letra.
Pensaba: un excedente que aparece nombrado tímidamente en La parte maldita. En la intimidad de un resguardo.
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Llamo comunicación a ese excedente, a esa manifestación estilística exuberante de la época, a ese rizoma que se pierde en un tejido intertextual: a las redes sociales las llamo comunicación barroca. Llamo comunicación a aquello que no sobra, pero que no explica, que no comenta y que no ilusiona. Es la ilusión primera: decir que hay comunicación. Porque la hay, innegablemente. Pero no por su utilidad, no por la información, sino por ese resto que deja desbordando al otro, en la tentativa de una nueva palabra, en el llamado remoto de otro silencio.
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Esta comunicación llama al canto, al sacrificio, al eco de las cavernas. Es un dibujo sobre las cavernas: también un canto. Es Raúl Zurita pintando la Cordillera, escribiendo el cielo. Es la caverna de Platón puesta al resguardo de los filósofos para que, al fin, podamos arder como merecen arder las sombras. Es el reverso de la legitimidad informativa, es la expulsión de la concesión lógicamente distribuida. Ya no círculo; elipsis, dos centros: escribía Severo Sarduy.
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En otras palabras, comunicación es el nombre de una arqueología. De un fundación de poder, pero no un poder sobre la conciencia de disponer la acumulación, sino de disponer la forma de efectuar el gasto, de hacer pánico en la exuberancia, de dejarse ahogar con la jerarquía. Darle fin a la palabra amor, llamarla por donde duele: por donde no regresaría ni aunque quisiera.
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Un regalo que puede cambiarse por otra cosa es lo contrario del potlatch. La destrucción del regalo con una nueva manifestación activa la sangre. La devolución sin usura es la conformidad, el pacto, el contrato social.
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El llanto es la medida de todas las cosas: transforma al objeto en todo un río desperdiciado, en un canto de todo ahogo.

sábado, 27 de septiembre de 2014

La risa



“…el Zahir es la sombra de la Rosa y la rasgadura del Velo”. Lo escribió Borges. No pienso buscar si la cita de él es correcta, si existió el Asrar Nama. Porque si lo escribió Borges, entonces ya existe. Si ya es literatura, ya es abismo. Ya miramos las letras; ya quedamos insepultos.

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El nombre de la rosa. Así tituló Umberto Eco a su Zahir. ¿El Zahir? Es el nombre de una condena. ¿La condena? Estar imposibilitado de reír.

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Umberto Eco no escribió una novela sobre los signos. Escribió un ensayo sobre la risa. En la gracia divina es imposible reír, en la eternidad no existe el sobresalto, el bochornoso auge de un desequilibrio. El Zahir es la forma de decir que todo está perdido. Si Dios no puede reír, ¿estamos castigados?

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Esta risa que busco es una risa que me autorice a decir que estoy vivo. La burla es el reconocimiento del otro; el cinismo, su predación.

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“Voy a decirte: el nombre que llevo no sabe reír. Empuja, salta, pero no sabe reír”. Lo escribió Sara Gallardo. No saber reír es cumplir con el pedido de Dios, una ascesis demasiado humana.

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El hombre es hombre porque ríe. Por eso la risa recuerda la predación, el intento por morder el mundo, por amarrarlo entre los dientes, por perforar la yugular del sentido. La risa –abierta, fulminante, erguida, tensa– busca acabar con el lenguaje.

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“el nombre que llevo no sabe reír”. Ese nombre es el Zahir, el nombre de la Rosa, el suplicio de los ojos que encontraron a Dios. La técnica moderna es este llanto oscuro de luz. Un lugar en donde queremos reposarnos; un lugar en el que se levanta el sentido lleno. ¿Este mundo quiere lectores?
Yo busco una risa sofocante, ahogadora del lenguaje, amordazadora del sentido. Que la risa rompa la mordaza, cuchichee sobre la cuerda, acuchille la vena harta de palabras. Risa deformadora, grito de castración invertido. La risa puede ser como un ahogo en donde el aire nos respire, nos trague.

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Hay que reír, hay que sentirse deformado. Decir “descostillado de la risa” es decir acercarse al sexo. “Descostillado” quiere decir con el miembro erecto; sin una costa, sin posibilidad de orilla. Una eyaculación que invente islas de orígenes perdidos.
Dejar de ser la ciencia: abandonar a Eva; morder la manzana, sí, pero por imprecisión de la boca abierta en la alharaca de la risa. No morderla como experimento. No dejar que la costilla busque más certeza que la que nos pueden dar nuestros propios dientes.

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Queremos morir por imitación de la animalidad a la que aspiramos: ser humanos, ser hombre es querer volver a ser animal. Y fracasar.

Este intento por liberarme del lenguaje. Por encontrar el tramo en que el espasmo no es Dios, no es la eternidad; pero su existencia es necesaria para que esta risa exista.

viernes, 19 de septiembre de 2014

La caverna



En 1870, Leopold von Sacher-Masoch escribió en La Venus de las pieles, la palabra Lvov. 
Lvov, cuando Sacher-Masoch estaba vivo, se decía Lemberg. No era una ciudad ucraniana, sino del Imperio Austro-Húngaro. Sacher-Masoch prefirió, para su novela, la denominación eslava.

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Alexandr Pushkin comenzó a morir en 1836: "Mi destino empieza a realizarse: desafié a muerte a Dhantés". Nunca publicó su visión, porque sus visiones eran nocturnas, fálicas, enormes, temibles, disipadas. Pushkin tenía visiones, por las que no disparaba. Ataques de cólera, por los que no mataba. Odios, por los que amaba. Su altruismo era tan grande que deseaba no haber nacido.

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Masoch nació en 1836 en Lemberg (actual Lvov). Su intimidad era escribir sobre la piel, el aislamiento ("estoy bien aislado"), la deferencia ("¿Quiere usted ser mi esclavo?"). Von Sacher-Masoch no conoció el Diario del último año de vida de Puchkin. Pero tenía una predilección por estar cubierto, por ser abrazado, por no tener escapatoria, por ser verdaderamente libre.

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"Yo no idolatro a una u otra mujer, sino su vagina. Y cuando el fuego de mi oración empieza a debilitarse, me dirijo hacia un nuevo sexo, para seguir conservando esa chispa divina. Una sola mujer no es capaz de sustituir el mundo entero de las mujeres
"¿O es que acaso se puede reprochar a un caminante que entre a rezar a los distintos templos que se encuentra en el camino si le reza al mismo Dios?"
La cita corresponde al Diario secreto de A. Serguéyevich Pushkin, el negro, el mono.
Todas las manifestaciones en Pushkin no son otra cosa que un intento por intimar al lenguaje, por volverlo silencio, por volver a las cuevas paleolíticas, por resonar el eco de las grutas. 

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La obra de Pushkin es la correcta indistinción del deseo humano: volver a la animalidad. Eugenio Onieguin no es, únicamente, una novela en verso, un paso anterior a la prosa, una narración anterior a lo moderno. Pushkin escribió el intento por no transformarse en hombre. Por seguir siendo un mono, por seguir gritando, rimando, cantando, antes que escribir. 
Pushkin amaba el útero de las mujeres como se ama no querer volver a la vida, como regresar a la calma sonora.

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Escribió Leopold Masoch: "Apresuro mis pasos, pero me doy cuenta de que he equivocado el camino y, cuando me dispongo a tomar una salida transversal por uno de los pasajes de verdor que se abre ante mí, descubro que allí mismo se halla sentada en un banco de piedra Venus, la hermosa, la marmórea; pero no, en verdad se halla allí la verdadera Diosa del Amor, en la que circula fervorosa la sangre y late vivaz el pulso".

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En 1930, Federico García Lorca: "Equivocar el camino / es llegar a la mujer, / la mujer que no teme la luz".

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Pushkin se destinó a su muerte en 1836: "Así soy en todo. Quiero llevar toda posible destrucción hasta sus últimas consecuencias, y no esperar a que ocurra por sí misma".
García Lorca fue asesinado en 1936.
Masoch nació en 1836.

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Tres años, a lo mejor tres días: Jesús es el único héroe que no cuenta su experiencia en los infiernos, dice Pascal Quignard. Tres años más que Jesús, tres más que 33 es lo que marca 1836. Pero, tal vez, tres días, en los que Jesús volvió a la tierra para decir que era preferible la oscuridad de la muerte.

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La esclavitud de Leopold von Sacher-Masoch es la esclavitud consentida: es la única libertad auto-consciente posible.

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Escribo estos fragmentos como diminutas cuevas, como pequeños vagidos, como entradas a las grutas. 
Esta cercanía de la palabra vagido a la palabra vagina no me produce ningún impacto. No es un logro. Es una forma de despedirse del mundo hablando lo menos posible.

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"En una pareja, el poder del hombre sobre la mujer radica en ocultarle el temor a perderla" (Pushkin). Es la libertad auto-consciente de la esclavitud. Es decidirse por la raíz eslava Lvov antes que Lemberg. Es la madre, es el color apagado de Dios en las cuevas.

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Las últimas palabras deben ser gritos. Mutismo. La devoración de la caverna.

viernes, 29 de agosto de 2014

La callada hoguera



En el tercer apartado de Los reportajes de Félix Chaneton, Carlos Correas: “Entonces escribir, escribir sobre mí. Es todo. No sé si será una autobiografía, o un libro de memorias, o una novela, o cuentos. Pero escribir sobre mí.
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Osvaldo Lamborghini: “no leía jamás, pero sus subrayados eran perfectos”.
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Vuelvo a Correas: “La escritura a máquinas es pareja, pocas tachaduras: pero las letras a menuda palidecen: cinta gastada, me distraigo… No. Una idea humana ha golpeado las teclas; debo pensarlo así; definitiva y frágil escritura; vuelvo a distraerme –. Seguir leyendo continuamente. Leer en el contexto, en el contexto. […] – Anoto:…”, y lo hace sobre el margen de un texto que no es el propio.
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Ahora pienso: hay algo de encontrar lagunas, márgenes, orillas inundadas. Hay una parte de la escritura que todavía no es el lenguaje. Es la grafía. Los autores que cité se preocupan por otra cosa distinta a su “propio texto” o su “propia expresión”. (Incluso ese “escribir sobre mí”, sin género, es una forma de transitar la supresión del lenguaje). Más bien, les preocupa el lugar; cerca, el útero.
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Pienso en Mario Levrero, en su intento redondo, pulido, de letra. Pienso en la “ilusión de cosa grande redonda” (Lamborghini), como respuesta. Inevitablemente pienso en Jan Liwacz moldeando la “B” de “Arbeit” para el letrero de los campos de concentración. Dice Mario Ortiz: “…antes de ubicar la B, aprovechando su último instante de libertad, la dio vuelta con un rápido movimiento y, como en un descuido, la soldó al revés”.
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Hay algo que no se puede decir, o que cuando se dice es quemado entero. Es la raíz griega que encontramos en “soldar” (*sol-) y que está presente –absorbida la S– en “holocausto” (“holos”: entero). La etimología de holocausto es, precisamente, “quemado entero”.
Sería, entonces, como la historia de la literatura: la historia de todos los malentendidos producidos por una quema de letras. Sería la historia de la letra, y ya no de las Letras. Sería la historia de la música, de lo irreverente de tener el ojo en la punta del clavo antes de fijar un significado, una forma de hablar, un nacimiento de carne textual: un grito.
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Asumo que es la diferencia en el latín: sollus (íntegro, entero) y solus (solo). Soldarse, agregarse, integrarse al lenguaje es llegar a la doble L. La soledad es la ausencia del doble.
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Hay algo en los incendios que es de hombre solo, de desoldar. No una quema como “Solución Final”. No la Shoá (catástrofe). Pienso más bien en el sacrificio del holocausto, en su etimología, en un sacrificio animal a los dioses. Pienso en el sacrificio, en la quema de la lengua, en la brasa sobre el paladar.
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Odiseo confinado (Leónidas Lamborghini). La “anotación” de Correas. Los “subrayados” de Osvaldo Lamborghini. “La inversión de las letras” de Mario Ortiz. Pienso en un programa, en la quema lenta de la literatura desde adentro, en el fuego clandestino, en un fuego que no queme a nadie y que arda entero sobre la biblioteca.
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Correas no se equivoca: “Un hombre solo no puede ser nuevo” no es el final de su texto. El final es: “Hay que vencer el miedo”. Es una “anotación” que hace: conformar una sociedad periférica. Es el 14 de mayo de 1638, es el Señor de Saint-Cyran abogando por una “Sociedad de Solitarios”.
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En el centro de la hoguera ya no se quema la humanidad, no se queman libros, no se queman hombres. En el centro de la hoguera está la ilusión de la quema. Pero ese espacio es un vientre que se persigue, al que se desea volver; un agujero en donde hay que conseguir que la llama prenda, que el ardor nos mutile.
Hay que lanzar los dardos desde la periferia, hay que inventar el silencio después del grito. Sería: lenguaje – balbuceo – grito – silencio. Lanzarse hacia un centro para que los rozamientos de la carne vuelvan a abrir el útero.
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Hay que elegir callarse: será mi estilo. 

Comprar Internet

“El viajar es un placer”, escucho que dice Pipo Pescador, que canta el parlante del hijo de mi vecina. Y la verdad es que me dan ganas de arrancarme la lengua, de abandonar por un rato el tarareo interno. La infantería con la que cargo esa belleza de haber sido pequeño es la amenaza a muerte del infante.
Entonces pienso: el infante es un pariente del rey por gracia divina de su majestad. El infante es el soldado raso. Hay algo de autodestructivo en la lengua del que nace, del que empieza a hablar. Nacer es entrar a la batalla. Hablar es combatir la lengua.
Pero hoy no quiero nacer. No quiero que esa canción me sugestione. Cerraría la ventana si no hiciera un calor insoportable, lo dejaría solo en su batalla a aquel que me destruye las ganas de seguir en mi casa. Sin embargo, estoy esguinzado. Y tengo la necesidad, sobre la que me arrastro, sobre la que no distingo paciencia y arrebato, la necesidad mundana de comprar un libro.
Soy de carne y hueso clasemediera. Soy un joven estudiante, redacto a pierna suelta con un esguince en el tobillo que no me deja salir de casa. Tengo la posibilidad de la lectura, de la escritura, de pedir cosas por internet: de que el delivery sea un metadelivery del mundo. No solo madre me acerca las comidas del  día, también Internet me provee de aquello que quiero. Entonces, pienso: soy un infante: lucho por comprar la internet toda, entera, ser pariente del espacio en el que nos abandonamos la piel enunciativa de vivir, ser el pariente del rey, de Mark Zuckerberg. En otras palabras: quiero comprar un libro, no perder la clase, seguir siendo bourdianamente un hombre, un estudiante joven, un freelancer de la historia de la humanidad.
Imagino que soy una mezcla entre la épica digital de Sagrado Sebakis y “El Sapo” Vizcarra, el personaje de Federico Levín. No sé si detesto moverme o el esguince me lo impide. No sé si quiero salir de las cuatro paredes de mi habitación: abandonar el privilegio de tener un cuarto propio. Entonces, eso que imagino se me hace realidad, sigo sentado en la silla: Facebook abierto, gmail, el Clarín, la página de la NBA, los Soprano, yahoo, google, y ahora, sí, por fin ahora: mercadolibre. Búsqueda intensa, desesperada, ciclotímica: la poesía completa de Lezama Lima en edición de Alianza. El amor por la literatura: $450. Eso es todo lo demás para lo que existe Mastercard. O esto, estas ansias mías de conseguir el libro, de comprarlo, de tenerlo.
“El viajar es un placer”, disco rayado, infante infeliz. Qué cruda raíz la del idioma: infinitivo, infante, infeliz, infierno. Reduzco las palabras que me emocionan a esta condición de esguinzado frente a la computadora. Quiero comprar el libro. Y me doy cuenta de que todo el conflicto social de clases no es para mí otra cosa que no poder contarle a un pariente que me gusta José Lezama Lima, el neobarroco latinoamericano, el perlongherismo antidictatorial, el Amazonas literario de mi cuarto en donde podría ser reducido a la caza de libros furtivos por Internet.
Terrible condición la mía: ser un Levi-Strauss sin tristes trópicos. ¿Levi-Strauss hubiera odiado a Pipo Pescador? Yo odio mi oler las librerías a distancia, el Parque Centenario en donde tengo que ir a buscar el libro desde la cama en donde mi pie en alto es una metáfora de lo desarzonado. Sí, soy un caído, un ángel, un infante. Soy un soldado caído: un niño hecho hombre, un lector con escarmientos. Soy un infante: viajo por Internet, me reduzco a la batalla de saber si comprar con tarjeta o efectivo en el lugar. Solamente sé que detesto viajar. Pero sin pasar de pantalla a pantalla no se consigue nada en este mundo. Sin “navegar” la web no se es nunca deleuzianamente moderno.

Ojalá estas olas me tapen por completo. Ojalá mi esguince pase. Ojalá el infante muera en la batalla. Conseguiré el libro, aunque no tenga que mover las piernas. Viajar es viajar, de todas formas. Es la condición más humana desde que Homero narró la Odisea para sacarse de encima la Ilíada.

sábado, 23 de agosto de 2014

Anémona



En Shakespeare una mujer culpa a un jabalí por la muerte de un hombre. Ella lo ama, lo hace flor, le desea la muerte: "Si yo hubiese tenido dientes como éste, debo confesarlo, a besos habría sido la primera en darle muerte".

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En Ovidio una diosa culpa a un incesto por la muerte de un jabalí. Ella lo ama, lo hace flor. Lo hace luz, lo hace marchitar. Oscurece.

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En Quignard una mujer culpa a un jabalí por la muerte de un hombre. Después culpa a un hombre por la muerte de un hombre. Después ella le corta el sexo. Se mata.

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Ovidio dice: "Esta flor [la anémona], desde entonces vive poco tiempo, porque los mismos vientos que la hacen brillar la hacen también marchitar". Anemos es el griego para viento. Alma, entonces, sería el griego para la fecundación en lo que vuela, en el aliento, en el final marchito.

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Un jabalí, un amimal, un ánima sopló con sus fuertes dientes sobre un ánima, un hombre, una flor. Lo fecundó, la fecundó, la anémona fecunda se marchitó luego. 

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Pascal Quignard habla de la frontera. Perder el sexo. Asexuarse: perderse de la sociedad. Marchitarse. Perder los mismos vientos que la hacen brillar, oscurecerse, sombrear, perfeccionar la tiniebla y no su brillo. Dios es la oscuridad, lo que vemos es la fulguración. El mundo es Lucifer, luciérnaga. Los hombres respiran, en verdad, en las cuevas, las bibliotecas, lo secreto.

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En la fecundación de la luz está el final de los sexos. Empezara marchitarse es perder la distinción sexual. No ser hombre y mujer, cortar la frontera. Arrojarse cuerpo a cuerpo, no poder desunirse. 

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Es siempre Venus y Adonis. 
Anémona: canibalismo del alma. Canto de Dios: oscuridad marchita, la lectura sin velas, sin luz, sin velos.

jueves, 21 de agosto de 2014

La dictadura


Quizá no sea tan desacertado decir que "El auto de papá" es el fin de la dictadura en Argentina.

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Pienso en el paseo, la torta, la familia. Reduzco la canción a una operación de vanguardia, resistencia: "no me importa / porque llevo torta". La fealdad es lo que no importa; con la fealdad se viaja para dejar atrás el horror.

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Pero lo pienso nuevamente, entonces, y acierto: el viajar sucede en la fealdad del transporte. Es imposible deshacerse del horror, de la angustia. El hombre sabe de su alma cuando sufre; en la felicidad no hay alma, hay un salirse de sí: viajar sobre lo feo, como motorizar la huida, como encarcelarse en la épica.

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Diría: el horror es el medio de transporte feo. No se huye dentro del alma. El alma transporta el sufrimiento propio a otro lado. Está bien huir. Está bien regresar con otros horrores. "No me importa", es digestiva el alma cuando encuentra que también en ella existe el canibalismo. 

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Pipo Pescador escribió "El auto de papá" en 1982. Todavía estamos comiendo torta.